En medio del intenso frío de la Plaza de San Pedro miles de fieles
escucharon esta mañana, en su Catequesis de la Audiencia General, con atención
la reflexión del Papa Francisco sobre la vida eterna y la esperanza que da la
resurrección de Cristo. El Santo Padre afirmó que:
"La solidaridad en el compartir el dolor e infundir esperanza es
premisa y condición para recibir en herencia ese Reino preparado para nosotros.
El que practica la misericordia no teme la muerte. Y ¿por qué no teme la
muerte? Porque la mira a la cara en las heridas de los hermanos y la supera con
el amor de Jesucristo.
Entre nosotros comúnmente, hay una forma equivocada de mirar la muerte.
La muerte nos atañe a todos y nos interroga de forma profunda, en especial
cuando nos toca de cerca, o cuando golpea a los pequeños, los indefensos de una
manera que nos resulta ‘escandalosa’. A mí siempre me impactó la pregunta: ¿por
qué sufren los niños? ¿Por qué mueren los niños?
Si se entiende como el fin de todo, la muerte asusta, aterroriza, se
transforma en amenaza que despedaza todo sueño, toda perspectiva, toda relación
e interrumpe todo camino. Eso sucede cuando consideramos nuestra vida como un
tiempo encerrado entre dos polos: el nacimiento y la muerte; cuando no creemos
en un horizonte que va más allá de la vida presente; cuando se vive como si
Dios no existiera. Esta concepción de la muerte es típica del pensamiento ateo,
que interpreta la existencia como un encontrarse de casualidad en el mundo y un
caminar hacia la nada. Pero también hay un ateísmo práctico, que es un vivir
solo para los propios intereses, un vivir solo para las cosas terrenas. Si nos
dejamos llevar por esta visión equivocada de la muerte, no tenemos otra opción
que la de ocultarla, negarla o banalizarla para que no nos asuste.
Pero contra esta falsa solución, el ‘corazón’ del hombre se rebela, el
anhelo que todos tenemos de infinito, la nostalgia que todos tenemos de lo
eterno. Y, entonces, ¿cuál es el sentido cristiano de la muerte? Si miramos los
momentos más dolorosos de nuestra vida, cuando perdemos a un ser querido
–nuestros padres, un hermano, una hermana, un esposo, un hijo un amigo–
percibimos que, incluso ante el drama de la pérdida o lacerados por la
separación, se eleva del corazón la convicción de que no puede haber acabado
todo, que el bien dado y recibido no ha sido inútil. Hay un instinto poderoso
dentro de nosotros que nos dice que nuestra vida no acaba con la muerte. Esta
sed de vida ha encontrado su respuesta real y digna de confianza en la
resurrección de Jesucristo. Si vivimos unidos a Jesús, fieles a Él, seremos
capaces de afrontar con esperanza y serenidad también el pasaje de la muerte.
La Iglesia, en efecto reza: ‘Si nos entristece la certeza de tener que
morir, nos consuela la promesa de la inmortalidad futura’. ¡Ésta una
hermosa oración de la Iglesia!
Una persona tiende a morir como ha vivido. Si mi vida fue camino con el
Señor, un camino de confianza en su inmensa misericordia, voy a estar preparado
para aceptar el último momento de mi existencia terrena, como confiado abandono
definitivo en sus manos acogedoras, en espera de contemplar cara a cara su
rostro. Y esto es lo más bello que puede sucedernos. Contemplar cara a cara
aquel rostro maravilloso del Señor, verlo como Él es: hermoso, lleno de luz,
lleno de amor, lleno de ternura. Nosotros vamos hacia esa meta: encontrar al
Señor.
En este horizonte se comprende la invitación de Jesús a estar siempre
listos, vigilantes, sabiendo que la vida en este mundo nos es dada también para
preparar la otra vida, aquella con el Padre celestial. Y para ello hay un
camino seguro: prepararse bien a la muerte, estando cerca de Jesús. Ésta es la
seguridad: yo me preparo a la muerte estando cerca de Jesús. ¿Y cómo se está
cerca de Jesús?: con la oración, los Sacramentos y también en la práctica de la
Caridad.
Recordemos que Él mismo se identificó en los más débiles y necesitados.
Él mismo se identificó con ellos en la célebre parábola del juicio final,
cuando dice: ‘tuve hambre, y ustedes me dieron de
comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo,
y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver... Les
aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo
hicieron conmigo’. Por lo tanto, un camino seguro es el de recuperar el
sentido de la caridad cristiana y del compartir fraterno, cuidar las llagas
corporales y espirituales de nuestro prójimo".
Para concluir el Papa aseguró que "si abrimos la puerta de nuestra
vida y de nuestro corazón a los hermanos más pequeños y necesitados, entonces
también nuestra muerte será una puerta que nos llevará al cielo, a la patria
bienaventurada, hacia la cual nos dirigimos, anhelando morar para siempre con
nuestro Padre, Dios, con Jesús, con la Virgen María y los santos".
Vaticano, 27 Nov. 2013
Fuente: Extractado ACI/EWTN Noticias
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