Lucas describe el encuentro del Resucitado con sus discípulos como una experiencia fundante. El deseo de Jesús es claro. Su tarea no ha terminado en la cruz. Resucitado por Dios después de su ejecución, toma contacto con los suyos para poner en marcha un movimiento de "testigos" capaces de contagiar a todos los pueblos su Buena Noticia: "Vosotros sois mis testigos".
No
es fácil convertir en testigos a aquellos hombres hundidos en el desconcierto y
el miedo. A lo largo de toda la escena, los discípulos permanecen callados, en
silencio total. El narrador solo describe su mundo interior: están llenos de
terror; solo sienten turbación e incredulidad; todo aquello les parece
demasiado hermoso para ser verdad.
Es
Jesús quien va a regenerar su fe. Lo más importante es que no se sientan solos.
Lo han de sentir lleno de vida en medio de ellos. Estas son las primeras
palabras que han de escuchar del Resucitado: "Paz a vosotros... ¿Por qué surgen dudas en
vuestro interior?".
Cuando olvidamos la presencia viva de Jesús en
medio de nosotros; cuando lo hacemos opaco e invisible con nuestros
protagonismos y conflictos; cuando la tristeza nos impide sentir todo menos su
paz; cuando nos contagiamos unos a otros: pesimismo e incredulidad... estamos pecando contra el
Resucitado. No es posible una Iglesia de testigos.
Para
despertar su fe, Jesús no les pide que miren su rostro, sino sus manos y sus
pies. Que vean sus heridas de crucificado. Que tengan siempre ante sus ojos su
amor entregado hasta la muerte. No es un fantasma: "Soy yo en persona". El mismo que han
conocido y amado por los caminos de Galilea.
Siempre
que pretendemos fundamentar la fe en el Resucitado con nuestras elucubraciones,
lo convertimos en un fantasma. Para encontrarnos con él, hemos de recorrer
el relato de los evangelios: descubrir esas manos que bendecían a los enfermos
y acariciaban a los niños, esos pies cansados de caminar al encuentro de los
más olvidados; descubrir sus heridas y su pasión. Es ese Jesús el que ahora
vive resucitado por el Padre.
A
pesar de verlos llenos de miedo y de dudas, Jesús confía en sus discípulos. Él
mismo les enviará el Espíritu que los sostendrá. Por eso les encomienda que
prolonguen su presencia en el mundo: "Vosotros sois testigos de
esto". No han de enseñar
doctrinas sublimes, sino contagiar su experiencia. No han de predicar grandes
teorías sobre Cristo sino irradiar su Espíritu. Han de hacerlo creíble con la
vida, no solo con palabras. Este es siempre el verdadero problema de la
Iglesia: la falta de testigos.
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