Cuando llegó el
día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a
Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón
primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un
par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre
llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El
Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al
Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al
Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las
prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor
muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que
preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones
paganas y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo
que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre:
«Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo
de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se
manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».
Había también allí una profetisa llamada
Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que,
casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces
había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del
Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese
mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos
los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la
Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba
creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con
Él.
Evangelio: ( Lc. 2, vs
22-40 )
Oración:
Padre Nuestro que estás
en el cielo,
santificado sea tu
Nombre.
Venga a nosotros tu Reino,
hágase tu voluntad
así en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como nosotros perdonamos
a los que nos ofenden.
No nos dejes caer en la tentación
y líbranos del mal.
Amén.